Mito en la ciencia
.MITO EN LA CIENCIA.*
Por Jesús Rolando Solís Olivares
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
–en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas,
o en las cumbres peladas del insomnio–
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
José Gorostiza, en Muerte sin fin
Introducción
En este trabajo se abordará el tema de si la ciencia puede o no ser desinteresada, y para ello se utilizarán dos artículos, el primero de Hugo Aréchiga, titulado Los aspectos éticos de la ciencia moderna, y el segundo de León Olivé, y que se titula ¿Son éticamente neutrales la ciencia y la tecnología?
Este trabajo no pretende resumir o ser una bitácora de los artículos mencionados, sino que parte de ellos como crítica y comentario.
El tema de la ciencia en la mitología
La afirmación de Aréchiga1, de que el ideal del científico que se sacrifica por la humanidad ha sido algo muy arraigado en el imaginario colectivo, es algo que puede discutirse, ya que si bien es cierto que en todas las culturas puede encontrarse el concepto del ‘sabio’ (sacerdote en unas culturas, científico, filósofo, demagogo, o maestro en otras), el concepto de ‘hombre de ciencia’ es algo que surgió hace apenas dos siglos, en el ‘boom’ científico que representó todo el siglo XVIII.
El sentido en el que se interpreta el mito de Prometeo como traer luz a los hombres -es decir, traer de hecho el conocimiento a los hombres por parte de un personaje mítico y con algo de divino,- puede variar según se quiera adecuar a las circunstancias especiales de una época.
Afirmar que tal conocimiento fue ‘científico’, entendiendo este concepto como se entiende desde el siglo XVIII, es limitar la interpretación de tal mito. Es cierto que Prometeo trajo la luz a los hombres, pero no la trajo por su naturaleza altruista o desinteresada, ni porque haya vislumbrado que el hombre iba a perecer si no lo hacía así. En un principio Prometeo trajo el fuego a los hombres porque su hermano Epimeteo cometió un error. El hecho de que el hombre tenga algo tan elevado como el fuego (la luz, el conocimiento), según el mito de Prometeo, es el producto de un error y el hecho mismo fue meritorio de castigo.
El otro mito comúnmente utilizado para intentar darle cierto aire de altruismo y atribuirle una categoría de característica especial de la esencia humana a la ciencia, es el de Adán y Eva. Resulta bastante ameno citar “el árbol de la ciencia del bien y del mal”, “eritis sicut Deus”, y otras frases famosas, así como a los personajes involucrados, es decir, a la mujer y a la serpiente, por ejemplo para Nietzsche, quien las identifica, y Bakunin, para quien la segunda fue el primer librepensador.
Pero también este mito suena a que el hombre (como humanidad, no como género masculino) no tiene parte en el primer proceso de adquirir la ciencia. Tiene que ser un tercero en discordia nuevamente, la serpiente, quien dé el primer paso para que el hombre encuentre una forma de conocer distinta a la que Dios le ha dado de forma natural. La ciencia se revela divina, nuevamente el hombre es incapaz de alcanzarla por sí solo, y nuevamente su adquisición amerita un castigo. Pero este castigo una vez más no es por el hecho de haber querido conocer, sino más bien por una circunstancia, es castigo por ‘haber tenido suerte’, si se puede expresar así, un castigo por algo de lo que no se tenía conciencia en un principio.
De esta forma, ni el mito de Prometeo, ni el mito de Adán y Eva nos es útil para justificar un carácter altruista de la ciencia, ya que uno es un producto de un error y un resarcimiento de tal error; mientras que el otro es producto de la incitación de una tercera parte, que seduce a la mujer a que conozca, a que sea como Dios, sin que realmente se tuviera una conciencia clara de lo que estaba a punto de ocurrir.
Estas connotaciones de la ciencia, más como algo fortuito y producto de la casualidad, o como algo ajeno a la naturaleza del hombre en un principio, indican que la ciencia no tiene una finalidad. La ciencia es un golpe de suerte llegado de remotos y divinos lugares, que el hombre recibe como un regalo, pero que en un principio no tiene razón de ser. Hay un qué, un cómo, e incluso un por qué, pero no hay causa final, no hay un para qué de la ciencia. La ciencia es como el minuto de Gorostiza: ocurre, nada más, madura, cae, sencillamente.
Apegados a esta tesis, podría decirse entonces que la búsqueda del conocimiento como actividad no es inherente a la naturaleza humana, aunque no por ello la capacidad de conocer deje de ser parte de su esencia. Más bien podría decirse que esa búsqueda de conocimiento puede ser –según los mitos citados- o la única arma de supervivencia del hombre, o bien, una maldición, y de esta forma el hombre no actúa por su voluntad cuando ‘hace ciencia’, sino que es impelido por fuerzas externas a él.
Así el hombre se encuentra como un títere de los dioses, como el resultado de fuerzas superiores a él que lo llevan a buscar algo que sólo en parte puede encontrar, y que no tiene una finalidad más que el simple hecho de avanzar. Con la marcha ciega como su única regla. “Siempre ir más allá”, “siempre transgredir los límites”, podrían ser los lemas de la ciencia, aunque en el camino los ‘científicos’, los mártires científicos lo pierdan todo por el ideal de su conciencia.
Conocer es sufrir, es pasión, en ambas mitologías. La actividad científica debería denominarse ‘pasión científica’, ya que si bien la investigación implica acción, el fundamento que lleva a esa irremediable búsqueda de conocimiento es una pasión. El hombre no puede desembarazarse de ella, aunque en sus inicios él no tuvo nada que ver con la adquisición de tal necesidad. La ciencia, en principio, es una pasión, como toda otra forma de conocimiento, como la filosofía misma, pero también como toda la gama de sentimientos de los que es capaz el hombre. La ciencia y el amor se identifican en ese principio, y con ello todas las obras de una y otra instancia pertenecen a la misma esfera ontológica. Las penas del joven Werther y el acelerador de partículas responden al mismo principio: la pasión.
De esta forma todas las manifestaciones del conocimiento convergen en un punto específico, en el hombre y su pasión, su ser en el mundo como un juguete de fuerzas superiores que no puede comprender, y de las cuales no participa más que por residuo. El devenir de la realidad ha producido al hombre con todas sus manifestaciones, incluyendo la divina chispa de la ciencia, el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, a fin de cuentas, la ciencia no resulta, para la mitología, más que un accidente afortunado que pudo no haber sucedido, sin que por ello el hombre dejara de ser hombre.
Breve reseña de la posesión del conocimiento a través de los tiempos.
Según el texto citado de Hugo Aréchiga, la posesión del conocimiento se dio de la siguiente manera:
Primero, y como consecuencia lógica de esta concepción de haber recibido la chispa de los dioses, los que tuvieron una situación privilegiada con respecto al conocimiento fueron los sacerdotes, quienes se presumían capaces de interpretar signos enviados por los dioses. Pero esta interpretación se fue haciendo más limitada entre más limitada se fue haciendo la práctica religiosa, entre más se instituía una autoridad eclesiástica que terminó por determinar ya lo que podía o no podía conocerse.
Esto dio como resultado una serie de pensadores, que si bien estaban dentro de la institución misma de la iglesia, no podían dejar de observar el mundo y conocerlo. La pasión que representaba el conocimiento no podía dejar de obrar sobre sus sotanas y hábitos por más que los santificaran con agua bendita.
Los primeros científicos fueron también sacerdotes. Y con el tiempo esta tendencia se secularizó, hasta dar como resultado a fieles cristianos que intentaban conciliar los descubrimientos cada vez más contundentes con aquello que la tradición de siglos les dictaba. El renacimiento fue un paso muy importante en este proceso.
Después la ilustración terminó por completar el proceso. Los científicos ya no buscaban por vía de la fe lo que podían encontrar de forma inmediata por vía de la experimentación. La humanidad dejó de lado la pasión de la fe para abrazarse a la pasión de la razón. La razón como nueva diosa, la razón pura como panacea para todo mal. La razón como emancipadora de la humanidad, como signo de la mayoría de edad de la raza humana, la razón como sustento de un progreso infinito hacia un bien. Es en esta época cuando por fin el hombre le encuentra una finalidad a la ciencia.
Y como Atenea, nacida de la cabeza de Zeus, así surgió directamente del ideal de la razón otro ideal, la ciencia. La ciencia no como una actividad humana concatenada con la totalidad que representa el hombre, sino como algo nuevamente divino, pero no divinizado por estar referido a los dioses, sino divinizado por estar referido a la razón pura, al máximo orgullo de la Ilustración.
El ideal llamado ciencia se apoderó rápidamente de las mentes más brillantes de la época, y como buen ideal quiso mantenerse intacto, puro, libre de toda mácula. Así la ciencia se hacía para alcanzar un bien, el bien llamado ilustración, mayoría de edad de la humanidad. La ciencia no era producto humano, sino producto racional, y por tanto más elevado que el resto de las manifestaciones humanas.
“La ciencia se hace por la ciencia, es en sí y para sí”, habrían muy bien podido decir los nuevos científicos que proliferaron por todos lados. Este ideal se propagó por Europa y América dando como resultado la búsqueda de esa excelsa actividad. El científico ahora sí se veía como el que salva al mundo, y por fin, después de siglos de conocimiento, el ideal se hizo carne.
El científico: ¿emancipador de la humanidad?
Más la cristalización de todos esos siglos de actividad no se conformó con esto, sino que quería más. Saber más, aplicar más conocimiento, y no sólo en un campo, sino saberlo todo en todas las áreas, dominar por fin a la naturaleza de todas las formas posibles. El ideal encarnado se construyó un ideal más elevado todavía. “Si pudimos llegar hasta aquí, podemos seguir in infinitum”, debieron haber pensado.
Fue ahí donde se crearon las condiciones para la gran decepción que siguió al sueño imposible de la modernidad. Y cuando el ideal encarnado, el científico, se dio cuenta que la técnica y la ciencia son sólo un fragmento del hombre, ya era demasiado tarde porque todo fue canalizado al cumplimiento de tal sueño.
Un día el científico se dio cuenta que también tiene que comer, que también es humano y siente necesidades, también sufre penas, también le hace falta, algunas veces, cometer fallos en su juicio por falta de sentido común. Su lógica perfecta de científico, su manera de ver el mundo como una causalidad, no pudo explicarle los fenómenos sociales. Hambre, guerra, pobreza y opulencia en una misma ciudad.
Y no sólo eso, sino que las condiciones del mundo real empezaron a interferir con el trabajo científico. En poco tiempo las universidades ya no fueron suficientes para la producción del conocimiento. Los gobiernos querían apropiarse de los adelantos tecnológicos, ¿para qué?, pues para dominar, para destruir, para intimidar a otros gobiernos.
Muy pronto las empresas comenzaron a meterse también en la competencia, cuando los gobiernos dejaron de ser los protagonistas para dar paso al fenómeno tan de moda en estos días, la globalización. Ahora los proyectos se hacen con dinero, “con dinero baila el perro”, y por lo visto también el científico.
Mientras tanto, ¿dónde quedó el ideal del científico que sólo quería el bien de la humanidad? ¿dónde el benefactor desinterasado que traía la luz del conocimiento al mundo? ¿dónde el que buscaba saber por saber, para de esa forma contribuir a la mayoría de edad de la humanidad? ¿dónde el científico iluminado?
Como todo ideal, ese científico se vio sobrecogido por un vertiginoso mundo cambiante en sus condiciones reales. Y el ideal pereció, por lo menos en la práctica, mientras que algunos pugnaban porque ese científico no muriera, lloraban en sus cenizas implorando a la diosa razón que se los resucitara. Colgaban sus momias en altares dedicados a la santa lógica, a la santa causalidad, pero ya sin posibilidades de ser escuchados.
El científico real era quien vivía ahora, y para contrarrestarlo se dictaron códigos de ética: tú debes ser el que aquél fue; tú debes buscar el bien de la humanidad; tú debes buscar el saber por el saber, desligado de toda conexión con lo mundano; tú no tienes patria, ni más dios que la diosa razón; tú debes ser nuestro ideal.
En otras palabras: No atropellar el interés de los sujetos de estudio; no atropellar el interés de otros investigadores; no atentar contra los intereses de instituciones participantes; no atentar contra los intereses de la sociedad; la ciencia debe ser neutral2, etc.
De esta forma la ética surge en un marco de ‘decaimiento’, cuando el ideal se disipa tiene que surgir una norma. Esa norma se llama ética de la ciencia. Y el ideal agonizante es la ciencia misma.
El científico no es un emancipador, no es un ente altruista que busque el bienestar del mundo. Es una persona, como cualquier otra persona, con necesidades y con convicciones, con límites y con errores. El científico como emancipador fue el cuento de hadas resultante de una época, de la ilustración, fue un ideal que como todo ideal hubo de morir ante las garras crueles de la realidad.
Y la realidad, el mundo (como diría Wittgenstein) acaece. No es algo que pueda ser normado por reglas a priori. El mundo se hace cada día con decisiones, con hechos fortuitos, con golpes de suerte y con convicciones. Todas las manifestaciones humanas están sujetas a cambio, como el hombre mismo está sujeto a cambio, sólo hay un punto de referencia en el cual todo converge, y es el hombre mismo.
En este sentido, puede construirse una ética en retrospectiva, como teoría que recoge lo que ha acaecido. Pero no una ética normativa que busque limitar las manifestaciones del hombre hasta un valor liminal razonable.
Esto aplica tanto para la ciencia como para las otras manifestaciones del hombre, que como ya se ha visto, no difieren mucho de la ciencia. ¿Por qué limitar la ciencia y no la literatura? ¿Por qué evitar la creación de nuevas tecnologías y no la creación de filosofías más precisas? El mundo va, y como el minuto de Gorostiza, ocurre nada más, madura, cae, sencillamente, como la edad, el fruto y la catástrofe.
Conclusión
Tomando en conjunto todo lo que se ha dicho sobre la ciencia y si el conocimiento es desinteresado o no, puede afirmarse lo siguiente:
El conocimiento no es una actividad superior a cualquier otra actividad humana.
El ideal del científico desinteresado es un concepto relativamente nuevo, pues el concepto moderno de ciencia es algo relativamente nuevo.
No es posible un ‘conocimiento desinteresado’, pues el hombre actúa desde su particularidad, y así como no hay ‘poesía desinteresada’, ‘filosofía desinteresada’, ‘amor desinteresado’; tampoco hay ‘conocimiento desinteresado’, el interés radica a fin de cuentas desde la particularidad y hacia sí misma.
Bibliografía utilizada
Aréchiga, Hugo (2004) “Los aspectos éticos de la ciencia moderna”, en Aluja, Martín y Birke, Andrea (Coordinadores). El papel de la ética en la investigación científica y la educación superior, Fondo de Cultura Económica, México D.F.: 2004.
Olivé, León (2000) “¿Son éticamente neutrales la ciencia y la tecnología?” en El bien, el mal y la razón, Facetas de la ciencia y de la tecnología, Ediciones Paidós, México D.F.: 2001.
1 Cfr. Aréchiga, Hugo (2004) “Los aspectos éticos de la ciencia moderna”, en El papel de la ética en la investigación científica.
2 Cfr. Olivé, León (2000) “¿Son éticamente neutrales la ciencia y la tecnología?” en El bien, el mal y la razón, Facetas de la ciencia y de la tecnología.
* Ponencia presentada en el Encuentro Regional de Estudiantes y Pasantes de Filosofía: "Filosofía sin Citas". Monterrey, NL. Febrero 2008.
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